Se ha hablado y escrito mucho sobre Ida Gramcko
(1924-1994), desde sus tempranos años en Puerto Cabello, hasta su
poesía tan original como dolorosa. Y más que dolorosa, solitaria.
Entre tantas voces poéticas, unas tumultuosas, otras feroces,
algunas otras sosegadas y barrocas, se abre un camino con la numerosa
obra de Ida como si se tratara de una peregrinación en persistente
observación de lo sintiente.
En
su primer libro, Umbral
(1942),
en pleno vigor juvenil, ya se presenta una voz poética insatisfecha,
buscadora de algo por trascender: No
encuentro más leyendas/ ni más cuentos de amor, ni más historias/
me he dormido en un lecho de ignorancias/ en una siesta estéril de
caprichos. // (p.3).
Y desde entonces surge en el resto de sus libros una nube melancólica
que arrastra consigo una suerte de curiosidad, un preguntarse
infinitamente acerca de las formas y las realidades.
Hay
una permanente invocación a la naturaleza; ese espacio que parece
ser refugio último, el reino máximo de la evasión. Pero inclusive
la evasión se esfuma, y queda el tránsito insoslayable entre el
placer y el dolor: y
la flor/ impalpable, se esfuma en el vacío.../ tal vez sea lo mejor.
(p.11).
Ya
lo diría antes Hanni Ossott en su libro Imágenes,
voces y visiones (Ensayos
sobre el habla poética), aquello
del poder crepuscular de la palabra, justo después de que el poeta
“se ha curado de su noche” y salva el nombre de las cosas de la
nada. Pero la palabra no se presiente ni se percibe en la habladuría,
sino
en el silencio total, en el viaje permanente a la herida, en el dejar
que lo innominado se haga renacer y presencia. Todo destino de la
poesía, para Ossott, no es otro que la muerte, es decir, todo lo que
ella nombra ha pertenecido ya al “mundo de las pérdidas” (p.
101).
Todo
diálogo de Ida Gramcko en su obra literaria va tornándose un largo
interrogatorio a una fuerza mayor, a un destinatario que no puede
responder sino con el presente impasible:¿Nadie?
Nadie. Los hombres
ríen de sus ojos ciegos.
Sólo te espera la infinita noche,
espíritu
infinito, gradación de lo eterno (p.16).
Para
entonces ha escrito su tercera obra, Contra
el desnudo corazón del cielo (1944),
en la cual la respuesta silente se convierte en el más largo y
tenebroso de los abismos. Y la autora vuelve entonces a la
contemplación de la naturaleza, a la conjugación de su propia carne
en flor y tierra ofrendadas a un Amado “sin nombre”:
¿Queréis el tallo de mi torso
elevando la rosa de mi seno?
¡Abridme heridas, pozo
de sangre en el silencio,
para saciar mi sed. ¡Cavad el hoyo
del resplandor, adentro!
¡Oh, lagares de insomnio!
¡Surtidores azules del desvelo!
Sólo te salvas tú, tú que estás solo,
sin mí, desde hace tiempo,
desde que soy Dolorosa y rondo
en
torno al crucifijo de mi encuentro. (p.27).
Su
amor no es otro que amor por el misterio y obsesión por fundirse en
el poema. Es Ida Gramcko una insomne que se debate entre dos mundos,
el del dormitar y el de soñar despiertos. No se manifiesta jamás
mujer ni vientre, sino como ser deambulador entre las cosas que
mueren, o entre el orden y el caos. Se nombra a sí misma casi
impersonalmente, genéricamente, en poemas como El
mismo yo, mas caracol, Cementerio judío, o
La
unidad del llanto. Y,
por otro lado, con el célebre libro Juan
sin miedo (1957),
una novela intimista de influencia humboldtiana que se corresponde
con la realidad nacional desde la memoria de un niño y su aventura
de vivir entre una ciudad agraria y una petrolera, la autora gana el
premio de narrativa José Pocaterra.
Se
suscita un cambio de tono y tema a partir de la publicación de
poemarios como La
varita mágica (1955),
o Los
estetas/ los mendigos/ los héroes (1958),
en los cuales la autora se asume anecdótica, totalmente irreverente
en cuanto al canon literario, y recurre a historias y mitos: la
Caperucita Roja, la Cenicienta o el Génesis. Los personajes de sus
poemas-cuentos adquieren una semblanza reflexiva, y alcanzan, junto
con las obras siguientes, un estadio de madurez.
Sin
embargo, en Poemas
de una psicótica (1963)
nos describe una lucha que llega a sus límites; un momento en que la
búsqueda de luz se torna alterada, tenebrosa y plena de
padecimientos. La misma autora aclara que hay unos poemas
pertenecientes a una etapa de perturbación psíquica, y otros a la
curación. Aun mas, dice ella: me
alegra saber que, aun durante el sufrimiento de mi enfermedad, yo
continué siendo poeta. (p.85).
En estos trabajos, así como en el libro Lo
máximo murmura (1965),
el misticismo de Ida Gramcko, el mismo que ha descrito la escritora
española Luisli Morales, se enturbia, y entonces se hace más
desesperado el deseo de ser parte de un estado superior; se reniega
de cuanto pertenece al mundo. Observamos influencias literarias
diversas: San Juan de la Cruz, el Conde de Lautréamont, William
Blake, José Antonio Ramos Sucre. Gramcko nos nombra ángeles,
demonios, espectros, pantanos. Llega a escribirnos su definitiva
lucha entre su espíritu y sus pasiones a las que nombra por primera
vez, para condenarlas:
El
rojo del rubí, del fósforo encendido, el rojo del amor que ya no
trae el sueño sino el hambre. Todo esto es la rojez para el hombre.
(…) Porque lo rojo nunca se mantiene en nosotros. (…) Cuando
anhelas un cuerpo, el tuyo se estremece y no es amanecer sino sólo
un ocaso sencillo. (p.88).
Las pasiones de Ida no sólo le han llevado a ir detrás
de su “ángel” o de su luz más anhelada; le han hecho creer
también que los podrá poseer. La posesión es un estado totalmente
opuesto al sentido de lo místico, porque lo rompe y lo anula. En el
misticismo se sabe que nada nos pertenece, sino que somos nosotros
los siervos, los que pertenecemos a una situación más allá de lo
humano. Cuando la poeta se “cura” de su psicosis es cuando
realmente parece comprenderlo:
Aunque
el Ángel estuviese cercano, no podía ser mío, y si lo dije alguna
vez fue por la razón de mis ojos absortos en su cara que, aunque se
elevaba a mi lado, me concedía la total ausencia (…) si yo
estuviera en las estrellas todo sería luminoso, con algo de temblor
todavía pero poseído de luz. (p.93).
Sus
poemarios posteriores, entre ellos Salto
Angel (1985)
y Treno
(1993), representan otros espacios de lo luminoso, pero agregando a
ello una nueva diafanidad, una limpidez poética sólo comparable con
la obra de Andrés Bello, o con la de Francisco Lazo Martí. Aun a
dieciocho años de la muerte de Ida Gramcko (2 de mayo de 1994),
seguimos hallando en sus libros un refugio único en los intersticios
de la Naturaleza, y un sosiego elocuente (“en inefable dialogar”)
cargado hasta siempre de gorjeos, cielos, orbes, girasoles, huertos,
nidales y manzanos.
KARELYN BUENAÑO
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