jueves, 11 de agosto de 2011

Verdulerías

Estoy de acuerdo con entender que este oficio no proviene de las novedades genéticas, ni de los comunes gustos familiares, por tanto no es del todo especial, aunque uno sea observado de calle en calle como un perro con manchas amarillas. Digamos, uno tiene esa extraña y venturosa suerte de no pertenecer a ninguna casta de bellos, inteligentes o vivarachos; uno es un simple vendedor de verduras, es decir, el don nadie más conocido de toda la cuadra, la ciudad o la esquina.

Mi diario vivencial no es extraordinario: me levanto temprano y enciendo la luz antes que el sol para avistar hacia la carretera la llegada del camión donde seguramente vienen mi hijo mayor y sus guacales de ramas y frutas recién separadas de la tierra. Y entonces, como suele pasar, todo recobra el mismo orden que solía atesorar la última vez. Aunque a veces no: a veces acontece una inesperada tardanza, cargada de presagios, de encontronazos automovilísticos, o de los pleitos caseros que ocasiona entre verduleros y compradores una papa demasiado abierta, un apio pequeñísimo, un costal de yuca dura, y otras de ese estilo.

¿Que si es grata la vida en el mercado? Bajo los toldos, paño en suelo, o en las paredes de la casa, la vida es la vida, y uno se contenta con ella. Hay cosas en la vida que pasan de largo, así como hay verduras sustanciosas que se quedan allí, madurando solas, pudriéndose solas, sufren de anomia gastronómica, de aculturación del paladar. Entonces, como no me han sido de provecho para el negocio, ni modo, nunca más las traigo porque cómo hacemos, pero los muchachos y hasta el perro se la tragan. Daño no me harán, después de todo. Uno trabaja para trabajar, y así ha sido.

Si se trabaja en un mercado, uno jamás verá el despunte de la noche. Todo es día, todo es mañana, lo mejor está en las primeras horas cuando uno está en los ojos de las gentes que buscan con apuros, con avidez de colores, y meten los dedos en las pulpas, olfatean el brillo de las hortalizas, y preguntan por las huertas de donde viene la mercancía. Es divertido, porque de seguro un hombre como yo tiene como vecino a otro como yo, con los mismos ofrecimientos pero una actitud diversa, regateadora, más o menos convincente de lo que me acostumbro.

Cuando niño aprendí a pesar las legumbres con mis manos. Sólo usaba la báscula para los clientes quisquillosos. ¿Cómo se aprende semejante cosa? Yo mismo no puedo contestarme. Será de tanto imaginarme a las calabazas como pelotas descomunales de fútbol, o de tanto jugar con las uvas como con metras. De tanto practicar tiro al blanco con las zanahorias. O tal vez porque mi madre me había enseñado algo más sorprendente: que nada pesaba tanto como la carne. Ella me repetía:

―No hay víscera ligera, ni corazón vacío.

Y la tierra, la entrometida tierra, la tierra entre los pies, la tierra entre las manos. No hay manera de liberarse. No importa cuántas veces tenga uno que barrer y limpiar: estará allí mientras el nutriente de los hombres siga naciendo de abajo. Pues no sólo vivimos entre los terrones: también nos acecha el presentimiento de la arena, o el olor del barro cuando se aproxima la lluvia. Cuando viene el chaparrón las gentes se llenan de miedo, se horrorizan al sentir las primeras gotas en los hombros. El mercado contrae la grisura de los pueblos fantasmales, y hasta las manzanas se enturbian.

Todo mercado es una peregrinación. Un griterío sin mantras. Pero los motivos que llevan a ella pueden ser los más impensados: para la mayoría, es buscar la meca de los vegetales donde sean más baratas. Hay que meter para la semana lo que quepa en la bolsa y en la tripa. Para otros, la meca es la búsqueda en sí; no compran nada, pero almuerzan y completan el itinerario social camino al mercado. Para algunos otros, la meca se refiere al objeto-reliquia, el aparato fuera de circulación, el tránsito de los días y de las gentes que entran y salen de la ciudad como si fueran incorpóreos.

Un día de mercado puede traer el estiramiento de la incertidumbre, o el simple alivio de los sufrimientos domésticos. Y uno, el que se la vive dentro, termina voceando, no sólo los enseres y los alimentos, sino también la historia del mundo.

Las calles del poeta

A continuación, verán una serie de cuentos o crónicas -el tiempo dirá mejor de qué se tratan- cuya finalidad es ofrecer otra vertiente a aquellas fuentes en las cuales suele abrevar la poesía.
Ojalá les gusten.